“Hombre al agua” – gritaba yo, mientras una joven muchacha, de unos 23 años, se arrojaba desde un puente a las aguas del río.
Desde los jardines en la rivera había estado observándola largo rato. Llegó a eso de las 10 de la mañana, caminó por el puente en dirección al sur, y a mitad de éste se detuvo de frente al inmenso cristal azul que la sostenía.
Pude ver que lloraba. Pude ver las lágrimas recorrer su rostro pálido e ir a parar al río, haciéndose unas con las olas. Observé como sus dos piernas frágiles se alzaron por sobre la baranda del puente. Pude ver que dudaba, no estaba segura, pero estaba ahí y tenía que hacerlo. Y antes de saltar miró al cielo, creo que buscaba un ángel, una salvación, y se soltó. Su cuerpo en el aire dibujó una silueta rosada, el sol le dio justo en la frente y en el instante de estrellarse contra el abismo azulado cerró los ojos. Yo creo que no quería ser testigo de su propia muerte.
- “Se ahoga, no sabe nadar, se ahoga” - y mi voz iba elevando el tono a medida que el cuerpo de la muchacha se hundía entre las aguas del Sena. Todos alrededor me observaban como si estuviera loco, los ojos de la gente acusaban una mezcla rara de desprecio y miedo, por mí. Nadie ayudaba a la joven que se ahogaba. Todos se disponían a señalarme con el dedo. ¿Quién era yo? no importaba. ¿Quién era ella? alguien a quien había que salvar.
Y yo quería ayudarla y me acerqué a la orilla, pero mi incapacidad no me permitía arrojarme al vacio. Sólo podía gritar. Pero ¿a quién? Ni en el cielo me escuchaban, había perdido la fe.
“Dios santo, alguien que rescate a la muchacha” - grité, como para probar que Dios existe, y unos señores de uniforme azul me sujetaron con fuerza por la espalda, y casi sin ofrecer resistencia me dejé subir a un camión blanco con una sirena que por ese entonces estaba apagada (había estado antes en ese lugar). - “te vamos a ayudar, cálmate - Me decían en un francés muy refinado dos señores ahora vestidos de blanco, yo nunca antes los había visto y les gritaba - “pero yo no soy quien necesita ayuda, la joven se ahoga, por favor sálvenla” - y a pesar de lo gentil que parecían, estos hombres que me llevaban dejaron a la muchacha ahogándose en el rio. No se hicieron eco de mis palabras. Yo había perdido la fe en Dios, ahora restaba el hombre.
Luego, encendieron la sirena del camión al que ellos llamaban ambulancia y con prisa se dirigieron al Hospital André-Mignot de Chesnay, en las afuera de Paris.
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Hace 5 años