viernes, 14 de agosto de 2009

Dos minutos después… nada

No recuerdo ahora cuando fue la última vez que recibí uno de esos sacudones que ponen toda mi estructura de pensamiento en un estado de alerta. No recuerdo bien ese golpe de impacto, dado en medio de la nuca, para el cual es inevitable un cambio; y no de forma, sino de fondo.
Suelo pensar que estar libre de ellos es buen augurio, o como quien dice “señal de que las cosas marchan bien”, pero hay veces, y nose si es que mi cabecita sea enmarañada y siempre me salga con algo raro, en que siento que su ausencia es como un contra impacto, pero con un mismo efecto: la terrible duda sobre uno mismo y la necesidad de dar un vuelco con ciertas rutinas desgastantes.

Lo primero que pienso en estos casos es:” ¿Por donde empiezo?” Y llamo a un amigo para tomar una cerveza.
Al día siguiente estoy parado en el mismo lugar “¿por donde empiezo?” y con mi amigo bebimos mas de la cuenta, salimos de jarana y mi estado a las 11 de la mañana es deplorable.
Una vez que resuelvo esta primera duda (siempre empiezo por lo más a mano, y creo que esto es un mal social), se suceden otras: ¿Adonde quiero llegar? ¿Es necesario pasar por esto? Maldito el día que elegí ser Contador ¿Quién me mando?, y otras tantas cuestiones que lo hacen a uno lo que es, o lo que se anima a ser.
Es claro, al menos para mí, que todas las dudas tienen respuestas, aunque yo a veces deje algunas inciertas por cuestiones de tiempo o, sencillamente, por que me gusta quedarme siempre un pasito debajo de la certeza y jugar a ser y no ser algo.

Ahora bien, cuando el desequilibrio no viene en un golpe seco y contundente, sino que se va manifestando suavemente en nuestra piel, en nuestro aliento, en nuestras voces, de manera casi imperceptible, es ahí cuando realmente hace daño. Y es ese tipo de golpe que nos tiene bien calado, puesto que sabe donde nos va a abofetear.
Es en ese entonces cuando la estructura de cartón, que tan solida parecía, comienza a tambalearse y da por caer al suelo, o es arrastrada rio abajo por una fuerte corriente de llanto. Y se renuevan las dudas con más y más frecuencia, como más y más violencia, con más y más intensidad, con menos respuestas.
Y pienso nuevamente “¿Por donde empiezo?” y ya no llamo a mi amigo, por que me reconozco ahogado y no tengo ganas de verlo, y sin embargo bebo como un condenado para esquivar a la maldita razón que me acecha, que me cuestiona, que me rebaja, que me inutiliza. Y bebo una copa tras otra hasta caerme desmayado sobre la cama (único modo de conciliar el sueño).

Aunque hay veces, sobre todo en el despabile de la mañana siguiente, en que le digo al oído, suavemente, como contándole un secreto, “¿no será mejor dejar que el cambio suceda y ya?”
Algunas horas después, retomo mi pensamiento con la botella de ginebra en la mano, la cara agria y desterrada; y tres años reservados para cumplir la condena que me impondrán en el juicio de mis actos deshonestos.

Solo dos veces sentí el cálido roce de la luna en mi cuello; y las dos veces sonreí… Dos minutos después de la borrachera… nada recuerdo de mis tiempos felices.

No hay comentarios:

Publicar un comentario