sábado, 15 de agosto de 2009

Un tipo difícil

Salíamos de su casa a las 4 a.m. Sole había bajado a abrirnos. Nos habíamos reunido un grupo de amigos a cenar y a tomar unas cervezas. A hablar de cualquier cosa.
Fuimos hasta la esquina de Humahuca y Medrano, en el barrio de Almagro, para tomar un taxi. Martin venia conmigo. La idea era dejarlo en su casa e irme a dormir rápidamente.
Tomamos por Medrano en dirección a Rivadavia, donde él se bajaba. Durante el viaje, Martin, en un ultimo intento por no dejar pasar la noche sin “el levante”, me dice “¿Vamos a Kimia?” un bar de la zona de Palermo donde un amigo suyo estaba con la novia y unas amigas.
Le contesto esquivando la invitación “No, mañana tengo que levantarme temprano para viajar a Entre Ríos”.
Y para no ceder argumenta, buscando convencerme, “En el bar está un amigo con la novia y algunas amigas de ella… dos están buenas seguro”
Me sonrío por la treta usada, pero siéndole sincero vuelvo a decirle “en esta te abandono, mañana tengo que levantarme temprano” y continuamos el viaje.
Una vez que lo dejamos, le dije al taxista que me llevara hasta Anchorena y Mansilla, de ahí tenía media cuadra hasta mi casa. Y así fue.
Como de costumbre, entro a mi departamento a oscuras o a media luz, según si me acuerdo de encender las luces del pasillo o no. Cierro la puerta, dejo las llaves; y escucho un ruido. Enciendo la luz para ver de qué se trataba y ahí estaba ella. Hacia dos semanas que no daba señales de vida, y ahora ahí estaba, como si nada, abriendo los ojos con dificultad, por que le molestaba la luz recién encendida. Confieso que me gustaba hacerle ese tipo de daño, causarle esa clase de molestias insignificantes me divertía.
Sin sorpresa, puesto que ella me tenía acostumbrado a esas apariciones repentinas, le dije:
“Hola, ¿Cómo estas? Mucho tiempo sin vernos”. El sarcasmo de mi saludo no le agrado demasiado, pero lo soportó, y me contestó:
“Yo bien, ¿Vos? Tenia ganas de verte, por eso vine sin avisarte” –
“Esta bien” - le dije y me acerque a ella.
Acostumbrado a no pedirle nada. A que nuestro trato se basara en la escasez de palabras, la abracé y comencé a besarla. Unos minutos después la tenía desnuda sobre mi cama y recorría todo su cuerpo con mis labios húmedos.
A ella le gustaba que juegue entre sus piernas, que camine sus extensiones como lugares inhóspitos, cuidándome a cada paso de mi lengua. Le gustaba que los líquidos de su boca y la mía se confundieran en sus pechos, en su vientre, en mi cuello, en nuestros sexos… Todos estos años habíamos adquirido la costumbre del buen amar.
Entonces, la tomé con fuerza por los brazos, y mientras hundía mi cuerpo en su humanidad con firmeza y dulzura (en una combinación propia de dos personas que se conocen muy bien), le pedí que me dijera lo que había venido a decirme. Sonriendo de placer y con los ojos encendidos cual faro a la espera de un barco y su tripulación me dijo “Te amo”.

Al arrancarme de ella y todavía abrazados, la miré a los ojos que podían distinguirse aun en la oscuridad, y sin hacer gestos innecesarios, le acaricié la mejilla izquierda y volví a besarla con dulzura. Ella supo que yo también la amaba, pero que no era un tipo fácil. Que era de esos que no hablan demasiado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario