lunes, 10 de agosto de 2009

Sublevación

Gobernado por rastros de relaciones frustradas e inútiles. Ahogado por el simple pretexto de no tener una solida razón para no arrancarme de un tirón las venas. Para no desángrame, para no vaciarme en la bañera desnuda de mi departamento. Para no asustar a papi y mami con mis complejos enroques y mis malas jugadas. Con mis achaques de gente sensible, con mi basura sentimental (dirían los idiotas), con mi razón galopante. Así me encontraba yo, en medio de la turba enfurecida de mis pensamientos desperdigados por todos los rincones de mi cabeza; y así vivía.
Sonaba el teléfono y atendía. Un editor, un maldito de una editorial cualquiera ofreciéndome una nueva edición de mi última novela. Enseñándome los beneficios de trabajar con ellos. Ofreciéndome cifras mas altas y mas arrastradas que las anteriores.
Colgaba con la sensación de estar arrojando diamantes a los cerdos; pero no me importaba, necesitaba el dinero. Todos necesitamos el dinero. Todos queremos poseer.
Volvía a mi vida, a las migajas de vida que tenía. Era famoso, mi nombre aparecería en letras grandes y de colores en todas las librerías del país, en todos los puestos de las ferias. Todos querían leer las notas prohibidas de un autor brillante. De un enfermo silencioso, de las ultimas gotas del desangre.
Y juraba a dioses distantes y fríos dejar mis adicciones, pero todo era en vano, me consumía y los vicios me mantenían vivo. Pasaba noches enteras tirado desnudo en la sala de mi departamento, rodeado de alcohol, drogas, putas sin nombres, amigos de vidrio, frágil e intercambiable.
El éxito se le subió a la cabeza – Decían algunos.
Que poco sabían sus pobres mentes de mí. Cuan lejos estaba yo de concebir mi propio éxito, cuan lejos estaba yo de asumir mi prestigio literario. Solo vivía, perdido y sin fuerzas, en una ciudad plagada de paredes de concreto interminables. En un encierro que pocos podrían entender.
Buscando aquel refugio que me mantuviera alejado del constante ir y venir de muecas vacías, de los adornos sin sentido, de los adulones que pululan por doquier. Buscaba el resguardo de un rio fluyendo, de la naturaleza de unas manos pálidas que me acobijaran del frío de la negra nostalgia. De esta falta de valor, de este no poder quitarme con una simple detonación la vida. Buscaba un refugio que me protegiera de lo que me habían enseñado a amar.
Me habían enseñado a amar lo frágil, lo insignificante. Me habían enseñado a odiarte. Me obligaban a odiarte; y yo solo podía amarte, no sabía hacer otra cosa.
Buscaba el resguardo del incienso, ese narcótico que me mantuviera a raya, que me hiciera de repente olvidarte. Pero no pude hacerlo; y lo deje todo. Arranqué las puertas de los muebles, rasgué con mis uñas las paredes del infierno que había sido mi casa todos esos años; y salí. Corrí, desesperado y aullando como una bestia. Absorbiendo a mí paso las almas más oscuras, los pensamientos mas errados, las bagatelas de una noche desnuda y asquerosa.
Y huí sin resguardo, huí para buscarte; y te sigo buscando ahora, voy corriendo a tu encuentro. Se que en algún lugar me esperas.

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