jueves, 30 de julio de 2009

El cóctel

Eran las dos de la mañana cuando ella llamó. Su voz en el teléfono lloriqueaba, se ahogaba. ¿Él? El estaba perdido. “Amor, ¿estas ahí? me equivoque, perdóname, no me dejes” mascullaba ella nerviosa; y el no entendía una palabra, su cabeza estaba destrozada; y por fin colgó.
Dos minutos más tarde rechinó en su habitación nuevamente el teléfono. Él, más arrinconado aun, atendió, pero no hablaba. Ella lloraba desesperaba. Amenazaba cortarse las venas. Juraba que lo haría si la dejaba. Él no entendía nada de lo que decía, pero accedió a que viniera, o al menos ella entendió eso.
Bajo corriendo las escaleras de su departamento a la calle, tomo un taxi y se dirigió a su casa empapada en llanto, aunque, a decir verdad, se hallaba un poco mas calma. “Si la dejaba volver a verlo, las cosas no estaban tan mal” - Pensaba.
Entró despacio, lo vio durmiendo, se acercó sigilosa, lo tomó en brazos, lo abrazó con la desazón de creer que esta podía ser la última vez que lo hicierá. Sintió su cuerpo helado y pálido, se desesperó, quiso medir su pulso, pero éste había desparecido. Encendió la luz y lo encontró vencido, cercado por un coctel de pastillas desparramadas en la cama y una botella de lo que horas antes fuera ginebra.
Gritó desesperada, pidió auxilio, aulló. Llegaron los vecinos, una ambulancia, enfermeros. Lo llevaron al hospital más cercano.
Subieron algunos pisos hasta la sala de cuidados especiales, le hicieron un lavaje de estomago, reanimación, pero nada resulto, ya era tarde.
Ella desquiciada comenzó a arrancarse la piel de los brazos con sus propias uñas. Dos enfermeras intentaron detenerla, la tomaron por los brazos con fuerza buscando tranquilizarla. Se escapó y corrió desesperada hasta la ventana más próxima; y al llegar frente a ella desapareció junto al aire que iniciaba su ingreso por las rendijas de metal y el desastre de cristales quebrados.

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