domingo, 26 de julio de 2009

Los canibales

En las afueras de una aldea, más allá del barranco, sobre el rio de hielo; corría un borrego despavorido. Huía parece de la muerte, que con espadas sangrientas reclamaba su presencia. Todos estaban muertos, las cárceles abarrotadas de hierros, las chozas incendiadas, los lobos sueltos, casando a mansalva.

El niño huía. ¿Era el sobreviviente? ¿Era la carnada? Su herida iba dejando rastros, los lobos lo perseguían. ¿Dónde iba?

Nadie sabia de él, pues todos estaban muertos; y una jungla siniestra lo enfrentaba rabiosa. Corría alienado, desesperado, casi muerto; y más vivo que nadie, puesto que estaba solo. Él era la fruta, él era la salvación. ¿La salvación de que? Si ya no había nada, no quedaba pasado más que su recuerdo borroso, que se iba extinguiendo con la agonía.

El niño desaparecía y aparecía entre la espesura del bosque, corría. De pronto lo absorbía la tierra y lo devolvía enteramente vivo. Lo camuflaba y protegía del miedo, de los lobos hambrientos que lo perseguían.

Su madre muerta, su hermano, su padre, su tribu, todos muertos. Canibalismo salvaje, guerra de guerras. Crueles fieras, crueles almas asesinas, tan turbias como el infierno.
Y el niño huía inevitablemente hacia una trampa. Su propia trampa.

De pronto se detuvo, una luz lo alzo entre los matorrales, expulso su pecho al Divino, todo fue estruendo y grito. Nadie veía, los caníbales lobos quedaron ciegos, tan ciegos como sordos y tan sordos como muertos. ¿Había sido Dios? Dios no existía.
El niño huía sin pensar, y en su huída creyó estar muriendo, pero no se detuvo, corrió como si lo siguiese la muerte, corrió hasta lo enfermo.

Una vez que la luz desapareció, despertó. Sus ojos dieron el vuelco.
La aldea estaba a salvo, pero sintió el aroma del cierzo. Salió de su choza, corrió al bosque de los sueños, caníbales lobos preparaban el espectro; y con un grito de infiernos alertó a los guerreros.
Tomó su espada. El niño ya no era niño, era el rey guerrero. Alzó su mano al cielo y aulló, corrieron con él miles de perros sedientos. Los lobos retrocedieron.

“Caníbal te has enfrentado a tu propio veneno” - Gritó. Y con sus manos desangradas corrió, desenfrenado corrió y enterró la espada en el pecho del Dios enemigo. Gritó con la fuerza del viento, los lobos temblaron y enloquecieron; y murieron todos de miedo.

Soltó la espada y en su abismo murió con el pecho quieto. Nadie osó detenerlo. Caminó sin espantarse hasta el silencioso mar de los muertos.

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